En Moguer, el pueblo de Huelva donde nació Juan Ramón Jiménez y donde iba transcurriendo la vida de Platero, en estos primeros días de septiembre se celebrarán las fiestas en honor a la Virgen de Montemayor.
En el capítulo 76 de 'Platero y yo', Juan Ramón recuerda las noches de velada y nos cuenta muy bien lo que sentía Platero cuando se lanzaban los fuegos artificiales, a los que describió de diferentes formas utilizando un recurso que en literatura se llama metáfora: pavos reales encendidos, macizos aéreos de claras rosas y faisanes de fuego por jardines de estrellas. Bonito, ¿verdad?
Aquí podéis leerlo. También lo podéis escuchar junto al capítulo 75 ('Última siesta') en el siguiente audio, a partir de 1' 32'':
En el capítulo 76 de 'Platero y yo', Juan Ramón recuerda las noches de velada y nos cuenta muy bien lo que sentía Platero cuando se lanzaban los fuegos artificiales, a los que describió de diferentes formas utilizando un recurso que en literatura se llama metáfora: pavos reales encendidos, macizos aéreos de claras rosas y faisanes de fuego por jardines de estrellas. Bonito, ¿verdad?
Aquí podéis leerlo. También lo podéis escuchar junto al capítulo 75 ('Última siesta') en el siguiente audio, a partir de 1' 32'':
CAPÍTULO LXXVI
Para setiembre, en las noches de
velada, nos poníamos en el cabezo que hay detrás de la casa del
huerto, a sentir el pueblo en fiesta desde aquella paz fragante que
emanaban los nardos de la alberca. Pioza, el viejo guarda de viñas,
borracho en el suelo de la era, tocaba cara a la luna, hora tras hora,
su caracol.
Ya tarde,
quemaban los fuegos. Primero eran sordos estampidos enanos; luego,
cohetes sin cola, que se abrían arriba, en un suspiro, cual un ojo
estrellado que viese, un instante, rojo, morado, azul, el campo; y
otros, cuyo esplendor caía como una doncellez desnuda que se doblara de
espaldas, como un sauce de sangre que gotease flores de luz ¡Oh, qué
pavos reales encendidos, qué macizos aéreos de claras rosas, qué
faisanes de fuego por jardines de estrellas!
Platero,
cada vez que sonaba un estallido, se estremecía, azul, morado, rojo en
el súbito iluminarse del espacio; y en la claridad vacilante, que
agrandaba y encogía su sombra sobre el cabezo, yo veía sus grandes ojos
negros que me miraban asustados.
Cuando, como
remate, entre el lejano vocerío del pueblo, subía al cielo constelado
la áurea corona giradora del castillo, poseedora del trueno gordo, que
hace cerrar los ojos y taparse los oídos a las mujeres, Platero huía
entre las cepas, como alma que lleva el diablo, rebuznando enloquecido
hacia los tranquilos pinos en sombra.
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